Al principio nuestro idilio fue delicado, espiritual, casi
adolescente (blanco-platónico). (mas adelante íbamos a terminar entablando diálogos parecidos a
los de Strindberg).
Solíamos leernos poesía en la cama, discutir sobre las
diferencias entre la vida y el arte. La primavera nos sorprendió asistiendo
juntos a un curso acerca de Shakespeare, como supongo que deberían hacerlo
todos los jóvenes amantes. Un día de abril, brillante pero ligeramente helado,
nos leímos en voz alta El cuento de
invierno sentados en un bano de Riverside Park.
Un
grupo de golfillos de ocho o nueve años, se sintieron atraídos por nuestra
lectura y se situó en el banco y en la hierba cerca de nosotros, encantados los
niños de nuestra actuación.
Uno de
los chavales se sentó a mis pies y miró hacia arriba con veneración. Yo estaba
entusiasmada.
¡Así que la Poesía, a fin de cuentas, era la voz universal!
Podíamos pasear y pasear y pasear
y pasear (recitando a Hart Crane, naturalmente), y no aburrirnos nunca. Siempre
estábamos hablando y riendo.
Es decir, hasta que nos
casamos. El matrimonio lo estropeó todo. Cuatro años de amantes, los mejores
amigos… y todo eso lo hicimos volar en mil pedazos al casarnos.
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