jueves, 19 de noviembre de 2009

Rafael santa-hommer

A los once años le regalaron un Agfa Sensor, una cámara sencilla pero con posibilidad de controlar la luz, la velocidad y enfoque de los objetos a fotografiar.

La persona que le regaló la máquina le aconsejó que hiciese muchas fotos, anotando en una libreta los datos técnicos para comparar resultados al tener la copia en papel.

Hizo muchas fotos, gastó cuadernos enteros escritos con datos… Llegó un momento que ya no hizo falta apuntar más. El blanco y negro dio paso al color de las puestas de sol.

Al cabo de los años, tenía varias miradas, que grababan los negativos de una película. Días para ver en blanco y negro; como las caras de miradas tristes de los ancianos residentes en modernos asilos.

Días de colores vivos, como las vacaciones con sus hijos o volver a encontrar el amor en estado puro, pasados los cuarenta.

El amor hay veces que llega a velar la película con la intensa luz del corazón; otras apenas llega a dejar huella por la ausencia de luz del objeto.

Algunas veces se grababa en la piel del alma el nombre de la persona querida y pasado un tiempo, tenía que coger un escalpelo para seccionar el nombre que le quemaba por dentro.
Lo más asombroso era la ausencia de cicatrices y la rapidez con que se recuperaba de las heridas profundas abiertas en el corazón.

Quizás la poesía, como una armadura invisible le protegía de los daños colaterales. La que le hacía sentirse como una hoja roja, que el viento hace volar en compañía de otras; formando los ocres colores de un Otoño cálido.

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